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martes, 22 de enero de 2019

Mirar un cuadro


Nos gustaron dos notas aparecidas en el diario español El País, a propósito de una muestra de Van Gogh en esas tierras. La primera nota es de Rafa Burgos y apareció a fines del año pasado. Se titula: “Van Gogh como experiencia para los sentidos (y para el móvil)”:


“A la entrada de la exposición multimedia Van Gogh Alive- The Experience hay una reproducción a escala de la habitación de Arlés que el artista holandés convirtió en uno de sus cuadros más célebres. Los visitantes se fotografían con la cama, la silla, la mesa y la ventana al fondo. Pretenden sumergirse en el tortuoso mundo del genio pelirrojo. En realidad, unas cintas impiden que los espectadores se acerquen demasiado. Es toda una metáfora. Este es el territorio de Van Gogh. No dejaremos que te acerques demasiado.

La muestra, que ha permanecido tres meses en la Lonja del Pescado de Alicante, y que se trasladará al Círculo de Bellas Artes de Madrid el próximo 26 de diciembre, continúa con una sala en la que, en primer lugar, introducen al visitante en la tecnología que está a punto de disfrutar. La idea es acabar con el viejo método de las exposiciones al uso. De esos paseos de sala en sala de los museos. Ya no más silencio, dicen. Ya no más permanecer en pie delante de una obra estática, dicen. Llega el turno de estimular los sentidos y de sentirse partícipes de las obras de arte. Tres paneles más dividen la vida de Van Gogh a partir de sus etapas existenciales. Una selección de diez obras arroja datos al espectador que desee pasear ante ellas y detenerse en silencio. Aquí están todas las explicaciones que se recibirán a lo largo de la experiencia. En una sala contigua, el espectáculo está en marcha.

Antes de entrar al universo audiovisual de enormes pantallas, un reloj cuenta el tiempo que resta para que pueda acceder el siguiente grupo de espectadores. Hay quien lo respeta visitando la tienda. Hay quien decide saltarse la tiranía de los minutos y segundos. Cuando por fin el contador está a cero, el público se adentra en una sala que los recibe a oscuras. Pero pronto comienza a aparecer una biografía física de Van Gogh, realizada a partir de sus autorretratos, reproducidos a tamaño colosal y llenos de brillo. Es en ese momento cuando la exposición se revela como hija de su tiempo. Buena parte de los visitantes dan la espalda a los retratos, que se suceden sin pausas en negro que los delimiten, y comienzan a disparar sus móviles para legar a la posteridad un selfi con Van Gogh de fondo. La música empieza a sonar.

En la siguiente sala, cobra sentido la advertencia anticipada. Ya no hay paseos. Ya no hay silencio. Unos pufs diseminados por todo el espacio van llenándose de espectadores, que se acomodan para disfrutar de la obra de uno de los artistas más reconocibles de la historia, ese que nunca vendió un cuadro, ese que se cortó la oreja. Los óleos se acrecientan al máximo, desde su primera etapa en Holanda, llena de tonalidades oscuras, hasta su traslado a la luz del Mediterráneo. Los espectadores están a oscuras, la mayor parte de ellos grabando las imágenes con sus móviles. Más pendientes de que la pequeña pantalla esté bien encuadrada que de la abrumadora magnitud de las reproducciones.

Suena música clásica, en una selección que no tiene concordancia con la época en la que vivió el protagonista de la muestra, ni con su país. Mozart, Bach. De vez en cuando, un rumor de viento. O el graznido de unos cuervos. En un paisaje con molino, las aspas comienzan a girar. Es uno de los alicientes de la exposición, la animación virtual, que no se prodiga demasiado. En determinados momentos, aparece una cita atribuida a Van Gogh. En ningún lado se especifica que puedan proceder de las cartas que Vincent escribió a su hermano Theo. Tampoco consta que procedan de otros lados, como el célebre texto de Woody Allen: "Si los impresionistas hubieran sido dentistas".

Tampoco en ningún momento se explica la técnica de Van Gogh. Sus trazos nerviosos. Sus colores explosivos. Sus goterones de pintura. Simplemente, van sucediéndose obras, una tras otra, incluso en el suelo, procedentes de un proyector cenital. “No se puede estar en el polo y en el ecuador al mismo tiempo”, reza una de las citas escogidas. Llega un momento álgido. Toda la estancia se ilumina en amarillo. Es el turno de Los girasoles. Una espectadora deja por un momento de mirar el móvil. La imagen es hipnótica.

La secuencia de imágenes continúa con otro hito ineludible, La noche estrellada. Unos veinte minutos después del inicio, los proyectores se apagan. Los altavoces se callan. Y el público tiene dos opciones. La primera de ellas es un cuarto en el que se han instalado unos caballetes ante unas pantallas de vídeo. En ellas, se explica cómo dibujar una figura humana. Pero no al estilo de Van Gogh. Solo una figura humana. Algunos visitantes se han decidido a seguir las instrucciones, con un lápiz y sobre una hoja de dibujo.

Otros prefieren salir. Y, como subraya Banksy, antes de regresar al exterior atraviesan la tienda de merchandising. Los niños pueden esperar en unas mesas especialmente habilitadas para su tamaño. Un corcho recoge las piezas que han dibujado para la ocasión. La oreja de Van Gogh es la indiscutible estrella. Se ven orejas por todos lados, algunas incluso con el trazo ondulado de las nubes características del amigo de Paul Gauguin. En los estantes, esperan multitud de objetos, todos con un motivo de Van Gogh estampado. Un kit de pinturas cuesta 35 euros. Un plato para depositar la bolsa del té usada, 20 euros. Un bolso de fiesta, 70 euros. Puede que el autor de La casa amarilla no vendiera un cuadro. Pero su legado es una mina. Los datos que aporta la organización cantan. Más de 60.000 personas han pasado en tres meses en la cita en Alicante.”


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La segunda nota se titula “Mirar un cuadro” y fue escrita por Estrella de Diego para el mismo diario, el 18 de enero de este año:


“Me pregunto por qué está mal visto mirar un cuadro sin más y tantos insisten en que el “arte” debe presentarse rodeado de documentos o en formatos inesperados. Ha dejado de ser chic mostrar una pintura, un dibujo o un vídeo sin los gadgets que los conviertan en una rocambolesca fórmula de consumo. Se diría incluso que la moda de presentar “obras de arte” de maneras insólitas ha llegado a los museos clásicos. También allí se rompe el hechizo pretérito con profusión de documentos —a veces, sin venir al caso—, fragmentos de películas —mutilación del cine que se convierte en relleno para un discurso— o cualquier otra estrategia que se pueda imaginar, con el único fin de satisfacer el horror vacui visual al que nos tienen acostumbrados los excesos de Instagram.

Quizás es lo que el público demanda: entretenimiento, tuits que asedian tiempo y silencio sin sustancia; que gobiernan los gustos sin sorpresas; que dirimen la política mundial en 280 caracteres —no en vano un político “verde” ha decidido darse de baja en las redes sociales para escuchar el mundo—. No basta con mirar una obra: han cambiado las maneras del placer visual y nos aburre ir a un museo o una sala de exposición y encontrar solo obras expuestas. Lo vaticinaba Benjamin en Dirección única, su libro de 1928: “La expresión de quienes se pasean en las pinacotecas revela una mal disimulada decepción por el hecho de que en ellas solo haya cuadros colgados”.

Parece que hemos tomado al pie de la letra esta frase irónica y nos hemos puesto la tarea de construir —y vender— un arte supuestamente para todos los públicos que sustituye a las populares exposiciones blockbuster —Leonardo, Picasso, Van Gogh, Dalí, Warhol y algunos pocos más …—, caras y difíciles, con el fin de crear una especie de premio de consolación —desde la realidad aumentada a todo lo que se pueda imaginar— que se convierte en sustituto de la obra física. Nada en contra, por cierto. Lo malo es que estas propuestas sin mucha sustancia se publicitan como la estrategia para hacer el arte accesible, divertido. O sea, pura retórica demagógica. A veces, hasta sirven para blanquear alguna obra de dudosa autoría.

Decir que el arte es hoy un lugar del consumo por excelencia es decir lo obvio, pero en medio de tanto premio de consolación igual no estaría mal volver a la fisicidad de un cuadro de vez en cuando, pues la divulgación no tiene por qué ser banal. Y no digo que no deban hacerse experimentos como el de Van Gogh —allá cada uno—, pero que no se venda como el medio más eficaz de conocer a este artista y su obra sin aburrirse. ¿Quién dice que es aburrido mirar un cuadro? Qué anticuados, por favor.”

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